La periodista Marina Rubio, del medio colega El Chorrillero, fue quien realizó la extensa entrevista a T., una vecina del barrio 960 Viviendas de Villa Mercedes, que asegura vivir desde hace cinco años en un departamento “embrujado”, junto a sus cuatro hijos.
Lo que en un inicio parecían ruidos típicos de una vivienda, terminó por convertirse en un verdadero calvario: sombras oscuras, vidrios que estallan, risas escalofriantes, apariciones en plena madrugada y hasta presencias que intentan expulsarlos de su propio hogar.
La familia habita el departamento “N” del monoblock 44, en el último piso del edificio. Pero T. sostiene que no están solos: “Hay otros moradores, no son de carne y hueso, son del mundo espiritual. No sé si son buenos o malos, pero lo que sentimos es que son oscuros y no están contentos con nuestra presencia”.
El testimonio, respaldado también por la hija adolescente, V., de 15 años, describe episodios que incluyen la visión de tres figuras vestidas de negro entrando levitando por una ventana, llantos en habitaciones vacías, insectos que se multiplican en exceso, golpes, fríos inexplicables y televisores que se apagan solos.
En la narración se repiten escenas aterradoras siempre a la misma hora: las tres de la madrugada, momento que en el mundo espiritual es conocido como la “hora muerta”, vinculada a una mayor actividad paranormal.
Incluso, la inquilina anterior habría abandonado la vivienda tras presenciar en un ropero la imagen de una persona colgada.
Los intentos por bendecir el lugar tampoco dieron resultado. Un sacerdote acudió en una ocasión, roció agua bendita, pero jamás regresó. Otros religiosos directamente se negaron a ir.
T., entre resignada y temerosa, confesó: “No es que te acostumbrás a vivir con fantasmas, pero sí tratamos de ignorar”.
Los fenómenos incluyen también terrores nocturnos, hematomas inexplicables en la piel, dolores físicos constantes y una sensación permanente de agotamiento. “Es como que esta casa siempre está triste. Nunca entra la luz”, dijo la mujer, que asegura limpiar el departamento con cloro, usar incienso y hasta aplicar rituales de agua bendita, sin lograr cambios.
La crónica de Rubio deja entrever un clima sofocante: habitaciones sin puertas porque se cerraban solas, vidrios estallados reemplazados por cartones y nylon, niños que aseguran hablar con familiares fallecidos y jóvenes que, en más de una ocasión, huyeron despavoridos en plena noche.
La pregunta final de la periodista resume la incertidumbre:
—¿Nunca pensaron en irse?
—¿A dónde vamos a ir? Esto es mío y la situación está difícil. Intentamos no hablar del tema para no hacerlo más grande, pero a veces es imposible—respondió la vecina.
Entrevista completa
T. vive con sus cuatro hijos en el departamento “N” del monoblock 44 del barrio 960 Viviendas, ubicado en el último piso de ese edificio. Están allí desde hace cinco años. Pero es consciente de que no solo ellos habitan ese apartamento. También hay otros moradores. No conocen sus rostros, no saben sus nombres y desconocen su historia. Pero lo que sí entienden bien es que no pertenecen al mundo de la gente de carne y hueso, sino al otro, al intangible, al espiritual. No está segura si son buenos o malos, pero todo lo que vieron y sintieron de parte de ellos les transmiten que son oscuros y no están contentos con su presencia en la casa.
Cada tanto ven sombras caminar por el pasillo, una vez advirtieron a tres jóvenes totalmente de negro entrar por una ventana levitando, como si fueran brujas. Golpes. Llantos. Vidrios de ventanas que estallan. Un frío constante en el domicilio y hasta la sensación de que una fuerza invisible los quiso expulsar, en el umbral de la puerta, hacia afuera. “Es feo, porque no sabés con qué estás tratando o qué te puede pasar. Por eso intentamos ignorar y no pensar porque es peor”, dijo T.
La mujer y una de sus hijas, de 15 años, hablaron con El Chorrillero sin problema. V. la adolescente no tenía inconveniente en dar su nombre, pero su madre prefirió que no porque “sino la gente piensa” que están locos. De hecho, ese fue uno de los motivos por los cuales desistió de la idea de continuar llevando un sacerdote para que bendijera el lugar.
Dijo que una vez fue un cura de “Santa Rita de Cascia”, la parroquia que tiene el barrio. Echó agua bendita, pero no sirvió de nada. “Vino solo una vez y después me dijo que no iba a poder volver más porque lo iban a cambiar de iglesia”, relató la mujer. Confesó, además, que ya le producía vergüenza ir a un templo y pedir ese tipo de ayuda. “Me daba cosa decir ‘mirá, no sé si tengo fantasmas en mi casa’. Me van a decir que vaya al psiquiatra”, expresó.
Hace unos años, cuando apenas se mudó a las 960 Viviendas, había escuchado algún que otro rumor sobre “cosas raras” que sucedían en ese departamento y que obligaron a la anterior moradora a irse junto a su hija; pero no les dio mayor importancia. Los primeros años no fueron tan terribles. “Escuchábamos algunos ruidos, pero pensábamos que eran típicos de la casa”, contó. Luego todo empeoró y la primera en ser testigo directa de la peor aparición que tuvieron en el domicilio fue la chica.
Lo vivió el año pasado, pero lo recuerda como si fuera ayer. Eran las tres de la mañana, en la última habitación que tiene el departamento, situada al fondo del pasillo, la más grande y también la más fría. “Yo estaba al lado de la pared, mis hermanas en el medio, mis amigas en el costado y los chicos en el otro lado”, rememoró. En diagonal a la puerta hay una ventana. “Por ahí entraron así, como si fueran unas brujas, volando tres sombras negras”, relató. “El más alto se puso delante de la puerta, el gordito al lado del petisito y el flaquito al otro costado, como mirando en círculo”, describió.
No tenían rostros, pero sentían que les clavaban sus miradas. Lo único que podían ver de sus caras era su sonrisa y reían mucho. “Yo cerraba los ojos, porque me daba miedo. Los chicos también vieron esas sombras”, recordó. El temor la paralizó a V. al extremo de no poder gritar. Cuando, finalmente, logró calmarse y hablar con su mamá le dijo: “Nunca más duermo en esa pieza”.
T., al principio, no le creyó, le causó gracia porque pensó que todo era producto de la imaginación de su hija, por ver muchas películas de terror. Pero, cuando empezó a vivir sus propias experiencias, entendió que no fueron fantasías de la chica.
Hace dos años le sucedió algo similar, cuando la adolescente estaba con una amiga. “Mi mamá se había ido y yo estaba cambiando a mi hermana ‘¿Dónde estás?’, le preguntó a su amiga. ‘En la pieza’, me dice. Entonces, le pregunto ‘¿no estabas en el baño?’ y me responde que no, que ella no estaba en el baño”, relató. Unos segundos antes V. había visto una sombra caminar por el pasillo y entrar al baño.
“Le pedí a mi amiga que se asomara al baño y ella vio una sombra, igual a mi hermana”, dijo. La adolescente gritó, comenzó a llorar desconsoladamente y, en medio de la desesperación, llamó a su mamá, que se había ido a la iglesia. “Yo pensé que mi amiga se estaba lavando la cara, pero cuando vimos, además de la sombra, el espejo estaba negro”, narró aún nerviosa mientras pellizcaba una torta casera, que comía a pedacitos.
Una mañana T. estaba con V. en la cama, trataban de ver la televisión, pero sus ojos estaban a punto de cerrarse, cuando escucharon un sonido que provenía del pasillo. “Era ‘paf, paf’, paf’, como si alguien caminara”, contó la mujer.
––Yo abrí grande los ojos y le digo a mi mamá: ¿escuchaste eso? ––dijo la joven.
––Sí––le contestó la madre y, de inmediato, se puso de pie. “Yo me levanté porque pensé que había entrado alguien. ‘¿Pero qué mie… pasa?’, dije y cuando miré no había nadie”, aseguró.
La mujer reveló que, cada tanto, sus hijas más chiquitas, de cinco y siete años, se le acercan y le dicen “mami, se está apagando la tele”. “Bueno, hija, debe estar mal conectada, pero no. Voy y reviso el enchufe y está todo bien”, afirmó. De hecho, señaló que el miércoles, el día que El Chorrillero le realizó la entrevista, más temprano, una de las nenas le gritó otra vez: “Ma, se está apagando la tele de la pieza”. La madre la revisó y, al rato, volvió a apagarse el aparato, que no tiene ningún desperfecto técnico.
“Una vez nos pasó que, a la mañana, yo no estaba acá y mi mamá estaba en la pieza y ella se pensaba que yo estaba en la casa”, indicó V. “¡Ma, abrime!”, escuché que me dijo. ‘Ahí voy, ahí voy’, le dije y vengo y no estaba, no había nadie”, rememoró. Al mediodía, cuando la adolescente regresó al domicilio, su madre le reclamó que por qué la había llamado a los gritos si después se había ido. “Mami, yo, en ningún momento, vine”, le respondió.
Uno de los sucesos que más la marcó a T. ocurrió en un momento muy difícil para ellos, tras la muerte de un tío. Una de las chiquitas jugaba en esa pieza, la del fondo, la más gélida y sombría de todas. “La escuché que hablaba con alguien y le pregunté con quién y me dice ‘mami, me parece que es el tío’”, recordó. En otra ocasión, le respondió que charlaba con un amigo, aunque en la habitación solo estaba la niña.
Fue, entonces, cuando T. se comunicó con un tío que vive en Salta y presenció y participó de varios exorcismos, aseguró. “Ahí él me explicó que muchas veces esas entidades que, pueden ser buenas o malas, por lo general son malas, se escudan o toman la forma de un familiar, aprovechándose que uno está mal, de luto”, contó.
Terrores nocturnos
Más de una vez le ha sucedido que sus nenas más chicas se levantaron de la cama llorando, le clavaron la mirada y volvieron a dormirse. La mujer dijo que, al igual que a su hija más grande, le da miedo ir a la cama, porque experimenta lo que en psicología llaman “terrores nocturnos”. Se trata de un trastorno del sueño que se da antes de caer en el sueño profundo y alcanzar la fase REM (Rapid Eye Movement o, en español, MOR por Movimientos Oculares Rápidos). Es en esa etapa cuando ocurren los sueños y las pesadillas, así como la capacidad para recordarlos después.
Los terrores nocturnos, en cambio, se dan en una fase No REM, por lo general, unas dos o tres horas después de dormir. Es un estado de parálisis, en el que la consciencia y la inconsciencia se confunden y todo lo que percibe la persona está empañada por el miedo. Así no logra separar el sueño de la realidad. Es un despertar a medias, y encima uno de terror.
“Yo siento que me asfixian, que me agarran de los pies, de todos lados y no me sale ni un padrenuestro. Es horrible. Me da miedo ir a dormir, miedo a que me pase algo. Me paralizo y no puedo ni hablar, ni hacer nada”, comentó la mujer. Los terrores nocturnos no ocurren porque sí y, por lo general, los sufren los chicos, y en un porcentaje bajísimo. Los adultos rara vez los experimentan. Aparecen en momentos de estrés, angustia, ansiedad y depresión, en definitiva, cuando la persona no está bien o atraviesa un mal momento.
No supo cómo explicarlo, pero T. aseguró que en el departamento siente una vibra, una energía constante de “mala onda”. “Querés que algo te salga bien y te sale mal, en lugar de ir para adelante vas para atrás. Siempre un problema nuevo”, remarcó la mujer, que detalló que aromatiza el lugar con incienso y hierbas, aunque eso no cambia absolutamente nada. Allí “todo está cruzado”.
La adolescente contó que suele despertarse a las tres de la mañana y tiene la sensación de que alguien la vigila. “Empiezo a mirar la pared, pero giro la cabeza porque siento que alguien me mira, desde la puerta, y no hay nadie”, dijo.
A mitad de la noche, siempre a las tres de la mañana
Aunque admiten que esos moradores oscuros o momentos inexplicables suceden en cualquier momento del día y del año, las peores experiencias las han sufrido siempre a la misma hora: en el corazón de la noche, a las tres de la madrugada. No es cualquier horario, la ciencia más dura y escéptica tiene su explicación al porqué una persona se despierta en ese momento exacto a veces, pero también la tiene la religión y lo paranormal. Muchos dicen que es la hora opuesta a la muerte de Jesucristo y es cuando los demonios y los malos espíritus tienen mayor facilidad para cruzar del mundo intangible al físico, al de los vivos. Todos coinciden en que es el momento de mayor actividad espiritual y por lo que puede darse esa conexión.
Hasta hace un par de meses, T. tenía un trabajo que le demandaba estar fuera de su casa gran parte del día. Por eso sus hijos quedaban muchas veces solos en la noche. Fue en ese punto del reportaje que V. recordó otro episodio que la hizo salir a los gritos del departamento y correr a lo de un vecino. La chica estaba con una vecina amiga, que se había quedado a dormir con ella. “Estábamos escuchando música y, de la nada, se apaga la música, las luces del pasillo, todo”, relató. Lo primero que hicieron fue ir hasta la puerta principal para salir del departamento.
“Quisimos abrir la puerta y no pudimos. No se abría. Le pegué un patadón y se abrió. Ahí fuimos hasta el departamento del frente, pero aunque la puerta estaba abierta, no tenía llave, no la podíamos abrir. Le empezamos a pegar manotazos y ahí fue cuando se levantó el padre de mi amiga”, contó todavía con los ojos grandes. El hombre bajó el picaporte y abrió sin problema. “¿Qué les pasa?”, le preguntó el vecino, que no entendía lo tanto nerviosismo. Las jóvenes entraron desesperadas a su casa y durmieron allí. V. no volvió a su vivienda.
El vivir momentos inexplicables y terroríficos a las tres de la mañana también lo experimentó la mujer que residió en ese lugar antes que T. Ella también vivía allí con su hija. Otra actual vecina del monoblock 44, que supo ser compañera de trabajo de esa anterior inquilina, contó que una vez vieron a un hombre, una persona oscura, caminar y sentarse en la zona del pie de la cama. Y, siempre, a las tres de la mañana los despertaba el sonido “como de bolitas, esas con las que juegan los chicos, rodando en el piso”.
Otro hombre, que también vivió casi toda su vida en ese monoblock y murió hace un par de años, solía contar que una familia que estuvo también en el departamento “N” veía a una mujer caminar y sentarse al borde de la cama.
T. escuchó una historia todavía más impactante de parte de la hija de la antigua compañera de trabajo de su madre. La chica le dijo que cuando ellos llegaron a la casa, en la habitación del fondo, había un ropero, contra una pared. “Me contó que dentro de ese mueble había una señora. Una vez abrió el ropero y había una persona colgada adentro. Siempre a las tres de la mañana pasaba eso”, aseguró.
Por eso la antigua inquilina y su hija no quisieron estar un minuto más allí. Apenas, hallaron otro lugar, se mudaron. “La hija de la señora me dijo que sentían como que la casa las quería comer”, recordó V.
Ellas se fueron, pero el ropero del suicidio quedó. “Cuando nosotros llegamos no había nada. Ese ropero ya no estaba más. Estaba todo vacío”, comentó T, y su hija indicó que a ella le había llegado el comentario de que a ese mueble “lo rompieron”.
“Yo tenía entendido que el chico al que le alquilábamos se lo guardaba a un amigo como una gauchada”, comentó sobre lo poco que conoce del origen de ese placard. “Lo que sí sabemos es que a esa pieza la tenían re contra clausura, porque sentían golpes, que entraban sombras y, aparte del ropero, había una foto de una nena o algo así”, detalló T.
—¿Nunca averiguaron o preguntaron si alguna vez sucedió algo en este departamento? ¿Ningún vecino, de los más antiguos, les contó algo? —le preguntó la periodista.
—No, pero creo que hay algo que está pegado a la casa—respondió T.
—¿Su tío de Salta qué explicación le ha dado al respecto, a qué se pueden deber todos esos sonidos y apariciones extrañas? —consultó este medio.
— No he preguntado. Puede ser la casa, que hayan hecho antes algo como el juego de la ouija o algo así y eso puede haber abierto un portal, sobre algo que haya pasado antes o personas que vivieron acá—dijo la mujer.
—¿Nunca ha pensado en irse? —le planteó la cronista.
—¿A dónde nos vamos a ir? Esto es mío y ahora la situación está difícil. Pero no es que te acostumbrás a vivir con fantasmas, pero sí intentas ignorar—reveló la vecina.
Tratan de hacer de cuenta que nada pasa o evitar pensar en eso “para no hacer más grande el tema”, pero a veces es imposible. Hace tres meses V. dijo que le pasó algo que otra vez la llevó a gritar y correr desesperada a lo del vecino. “Yo estaba sola, tomando una chocolatada. Mi mamá se había ido a trabajar, cuando de la nada se apaga la tele y las luces”, relató.
Lo peor vino después. La chica se empezó a quedar sin aire, no podía respirar. Y la comían los nervios, le temblaba hasta el último centímetro del cuerpo. “Traté de llamar a mi mamá y a mi hermano, pero no atendía porque estaba trabajando”, recordó. Llamó, entonces, a una amiga, pero la otra chica no quería entrar al departamento. “Le pregunté a una vecina si podía dormir en su casa y me dijo que sí”, narró. En ese instante, V. notó que había dejado el cargador del teléfono en su apartamento y le preguntó a su vecina si podía ir a buscarlo.
La joven entró, tomó el cargador de batería del celular y cuando estaba en la puerta, a punto de salir, bajo el umbral de la abertura, sintió como si algo o alguien la empujara hacia el exterior. V, lloró como una hora esa noche, dijo. Tenía como un nudo en la garganta. Temblaba. “Empecé como a leer mi mente y ahí me calmé. Me quedé en lo de mi vecina y dormí re bien”, narró.
Ese es otro de los problemas que tiene vivir allí, coincidieron madre e hija, tienen la sensación de que el lugar absorbe, de alguna forma, su energía y, apenas ponen un pie dentro, automáticamente sienten un cansancio, que las tira ahí nomás a la cama.
“A veces me pasa que vengo de la plaza, así, re pila y, de la nada, te bajoneás y te dan ganas de llorar. Quiero dormir todo el día y al otro día me levanto cansada”, precisó la chica. Cuando está en el departamento convive con un constante sueño y fatiga.
También le sucede que, cuando se despierta, “le duele todo”. “La espalda, dolores de cuerpo. Eso no me pasa cuando voy a la casa de mi abuela. Allá me duermo a las diez y me levanto re bien, sin dolores, pero vengo acá y quiero seguir durmiendo”, comentó.
“Eso nunca nos pasó donde vivíamos antes. Todas esas cosas nos comenzaron a pasar cuando llegamos acá”, dijo. Antes solían vivir en calle Montevideo, cerca del barrio Supe. Dormían bien y se levantaban sin malestares corporales.
Moretones, un frío eterno y vidrios que estallan: ¿”El Conjuro”?
T. y V. hablaron también sobre la aparición de moretones que no logran explicar a qué se deben. No siempre, pero de vez en cuando un hematoma enorme y morado aparece en su piel de la nada. A la madre le han surgido en los brazos y a la chica en las piernas. “Me salen y ni siquiera me he golpeado. El otro día me levanté con un manso moretón y me quedé pensando ¿de dónde? Si no estuve jugando bruto, no me he pegado, ni nada”, dijo.
La ciencia, por supuesto, tiene no solo una, sino muchas explicaciones, desde la salud, para el surgimiento de esos hematomas. Pero lo paranormal también le dedica su espacio. De hecho, algo de eso dejó ver la saga “El Conjuro”, en su segunda entrega, cuando a una de las protagonistas, la madre de una numerosa familia, se le comenzó a minar el cuerpo de esas manchas violetas. El personaje de Lorraine Warren, especializada en esas cuestiones paranormales, llegó a la conclusión de que esas marcas eran producto de que una entidad, un espíritu, había entrado en ella y físicamente se manifestaba así. Cabe destacar que esos films de terror, que relatan las vivencias de Lorraine y su esposo Ed Warren no son inventos, sino que se basan en las experiencias en las que les tocó intervenir al matrimonio norteamericano, para ayudar a quienes sufrieron la presencia de fantasmas que les helaron la sangre.
La propia actriz Vera Farmiga y quien da vida a la médium Lorraine Warren, en pleno estreno del “Conjuro 4”, película recientemente arribada a las carteleras de cine, reveló y mostró en una de sus cuentas de las redes sociales, como en el resto de las películas que ha hecho de la saga, le surgieron otra vez hematomas. El moretón que le apareció en el rodaje de esta última entrega del “Conjuro” fue tan grande que no pudo evitar hablar del tema en una entrevista que le hizo el canal estadounidense E! (Entertainment Television). Y para demostrar que no mentía mostró una foto en sus redes sociales. El hematoma tenía forma de cruz.
“Sí, me golpean, eso pasa siempre. Son como moretones inexplicables que aparecen en mi cuerpo. Es lo que es”, confesó. Su compañero Patrick Wilson, quien personifica a Ed, manifestó, por su lado, que aunque esas experiencias son comunes, prefieren no darles demasiada publicidad.
Otra característica del departamento es el constante aire helado. Es más, el día que El Chorrillero hizo la entrevista la temperatura era ideal, rondaba los 26 grados, pero en el apartamento “N” el calefactor estaba encendido. “Siempre lo tenemos prendido porque acá es una heladera. Lo tengo permanentemente así, porque si lo apagás en cinco minutos la casa está helada”, contó la mujer. “Yo sabía venir de la plaza y me tiraba un golpe frío, cuando entraba acá, un aire helado, como si fuera invierno”, añadió la hija.
Según la espiritualidad, eso no es casual. La temperatura ambiente puede reflejar energías acumuladas y estados emocionales que hacen mella en la armonía de la vivienda. Los más asiduos al mundo espiritual sostienen que los espacios no solo albergan objetos y personas, también circulan en ellos energías. Cuando en una casa la sensación térmica es generalmente baja, hasta los días cálidos, muchos estudiosos del tema creen que puede estar vinculado con bloqueos energéticos o con cargas emocionales, que alteran el ambiente. El frío persistente en un hogar puede ser señal de que las vibraciones no fluyen cómo deberían, sino todo lo opuesto.
“Es como que esta casa siempre está triste. Aunque tengas abiertas todas las ventanas, nunca hay luz. No entra”, señaló T. Al respecto contó que habló con su tío de Salta, que hace cinco años se retiró del mundo “de los exorcismos”. El hombre le aconsejó bendecir el departamento con “un agua cristalina”.
“Es un agua común que se prepara. Vas y buscas un sacerdote que te la bendiga y, a través de oraciones que haces, es como que la purificas. No es para tomar, la vas echando en cada rincón de la casa”, dijo la mujer. Aclaró que hizo esa práctica más que nada cuando se iba a trabajar y se ausentaba por mucho tiempo, porque sus hijos quedaban solos en la casa. Sin embargo, pese a sus intentos con ese rito, no ha notado ningún cambio para bien.
La luz tampoco puede ingresar a ese lugar porque sus ventanas ni siquiera tienen vidrios. “Se explotan. Se empiezan a rajar, hasta que se caen y tenés que cambiarlos. Un día estaba de lo más bien y siento que se trizó un vidrio de la ventana”, relató T. La periodista pudo constatar efectivamente que las ventanas de la cocina comedor no tienen vidrios, están tapados con nylon negro, como el de las bolsas de residuos y cartones. Los vidrios de la pieza más sombría directamente están trizados, y no saben si a esas aberturas las van a reparar, como hicieron con otras.
Bichos, una casa sin puertas y llantos en una pieza que nadie usa
Otro problema que tiene el lugar es la presencia, también constante, de insectos. Aunque eso no sería una novedad en algunos de los otros apartamentos del edificio, las moradoras del departamento “N” aseguran que allí es “como que se multiplican”.
“Los vecinos fumigan y no tienen tantas cucarachas. Pero acá no, están en todos lados, hasta en el baño, caminan por las paredes de mi pieza”, narró la joven. Su madre dijo que intentaron de todo para exterminar no solo a las cucarachas, porque tienen bichos de toda clase, también moscas y chinches. “Hemos fumigado, usamos Raid todo el tiempo, el ‘derribante’ para cucarachas, pero no pasa nada”, aseveró la madre, mientras le mostraba a la cronista un botellón con cloro, con el que limpia a diario la vivienda.
T. dijo que, en un principio, en la pieza donde se concentra la mayor cantidad de actividad espiritual, dormía su hija adolescente. Pero la joven salió huyendo de allí. Entonces hoy esa habitación la usan de vez en cuando sus nenas para jugar y la utilizan para guardar la ropa de invierno cuando vuelven las altas temperaturas y viceversa. “Mis hermanas duermen con mi mamá. Yo duermo con mi hermano, que tiene 16 años. Pero en esa pieza no duerme nadie. Por ahí, van mis hermanitas y juegan un ratito”, aclaró la chica.
De hecho, cuando la familia tiene invitados que, por lo general, son amigos de los chicos, los hacen dormir en el comedor. Pero nunca en el dormitorio del fondo. La dueña de casa reveló que hace unos tres años esa habitación daba hacia otro domicilio que estaba desocupado, pero aún así los sonidos que provenían de ahí no cesaban. Puntualmente lo que oían eran llantos.
Como si todo lo contado hasta el momento fuera poco, T. dijo que se vio obligada a quitar casi todas las puertas del departamento. Las únicas que conserva son, por supuesto, la de chapa de la entrada principal, la de vidrio que lleva al balcón y la del baño. Ninguno de los tres dormitorios tiene ya puerta, las típicas puertas placa que poseen las viviendas del barrio. “Las saqué porque por ahí estabas durmiendo y se cerraban. Entrabas a una pieza, se azotaban detrás y se cerraban”, narró, además, del hecho de que a veces no podían abrirlas para salir.
—Ya que no quieren, ni pueden irse ¿Cómo hacen para vivir, convivir, con todo eso que les pasa—preguntó la periodista?
—Te acostumbrás un poco. Trato de no hablar del tema, para no hacerlo más grande. Pero por ahí es feo porque no sabés con que estás tratando o qué te puede pasar—respondió la vecina.
—Ustedes son católicos ¿Se aferran a alguna cruz, rezan, como para calmarse? —repreguntó este medio.
—No tenemos nada de cruces, ni imágenes, porque no sabemos si lo hay acá es bueno o malo. Mi tío me dijo que si lo que hay es agresivo, las imágenes y todas esas cosas podrían intensificar, empeorar todo al cien por cien—reveló la mujer.
—Pero han bendecido el lugar antes y encendido incienso y mirra, me dijo—replicó la cronista.
—Sí. He tratado de purificar el lugar una vez al mes ¿Pero si no les gusta (a esos moradores oscuros) o algo? Eso podría poner la casa peor—contestó con el semblante un tanto cansado, derrotado.
—¿Han buscado algún otro tipo de solución? —consultó este medio.
—No. Rezamos, pero por ahí, te juro, no me sale ni un padrenuestro. Me paralizo y me lo olvido—confesó T.
